La libertad individual y la enseñanza del milenio

(Gestión, 18 de enero de 2000)

En las últimas semanas, hemos sido testigos de cómo, desde diversas tribunas, se trata de elegir el suceso político, el pensador e, inclusive, el deportista, representativos del milenio. Desde un punto de vista económico, también podríamos hablar del suceso más resaltante o del economista más influyente. Sin embargo, dadas las enormes diferencias de desarrollo económico que se han suscitado en los últimos mil años, resulta mucho más interesante hablar del porqué de esas diferencias. Más que a un hecho o a una persona, deberíamos remitirnos pues a la enseñanza económica del milenio. ¿Por qué algunos países han logrado altos niveles de bienestar, mientras que otros no pueden cubrir las necesidades mínimas de su población? ¿Hemos aprendido algo sobre el camino que deben tomar los países para encaminarse por la senda del progreso económico? ¿Cuál es la receta para salir de la pobreza y el desempleo? ¿Cómo mejorar el bienestar de los pueblos?

Desde sus orígenes, alrededor del mundo, las sociedades han tratado de hallar los medios para solucionar los problemas económicos más graves que las aquejan: desempleo, miseria, hambre, etc. Pero no todas las políticas económicas aplicadas han tenido los mismos resultados. Algunas políticas sí condujeron a los países al crecimiento económico y a la bonanza económica, mientras que otras más bien estancaron a las economías y aumentaron los niveles de pobreza.

Hoy en día, la variedad de políticas y de resultados que han experimentado las sociedades en estos mil años nos permite determinar cuál es el camino hacia el progreso. Luego del atraso económico en que sucumbieron los países socialistas, el estancamiento de aquellos que apostaron por el mercantilismo y las políticas estatistas, y el florecimiento de las sociedades libres, no debería quedar duda alguna entre las mentes pensantes que la libertad individual es un insumo determinante del progreso económico.

Lamentablemente, incluso hoy en día existen muchos que piensan que el libre mercado y la integración comercial y financiera son más bien perjudiciales. Es más, de acuerdo a un punto de vista bastante popular, parecería que los mejores gobernantes han sido los que “hicieron” más, es decir los que de una u otra manera intervinieron más en sus economías. ¿Acaso no son recordados con nostalgia, por muchos, aquellos gobernantes que concedieron crédito subsidiado a los “más pobres”, aquellos que estatizaron las empresas privadas de los “capitalistas extranjeros”, o aquellos exoneraron del pago de impuestos a ciertos sectores “estratégicos”?

Esta concepción del buen gobierno es totalmente errónea. Los países que han logrado encaminarse durante siglos por la senda del progreso económico han sido aquellos que no pusieron obstáculo alguno a la realización de negocios entre los agentes privados, es decir aquellos que no interfirieron ni en la cadena productiva ni en la comercial. En la medida que las personas naturales y jurídicas han sido capaces de producir, vender y comprar con la menor intromisión posible de un funcionario público arbitrariamente poderoso, las sociedades han prosperado más. Esto no quiere decir que aquellos gobernantes que intervinieron más en los mercados condenaron a sus pueblos a la pobreza extrema; sino que en ausencia de esas políticas, se hubiese producido un mayor crecimiento económico y bienestar de la población.

El cobro de impuestos discriminatorios, la concesión de subsidios, la oferta de crédito estatal “de fomento”, los controles de precios y la asignación arbitraria de los recursos públicos han sido los instrumentos por medio de los cuales los gobernantes han tratado de lograr ciertos objetivos nacionales como la disminución del desempleo, la aceleración del crecimiento de los sectores “estratégicos”, el aumento de las remuneraciones, el control de la inflación y, en general, la mejora del bienestar de la población. Y, por lo general, los pueblos no han visto con malos ojos tales expresiones del poder estatal; pues siempre se creyó que el Estado era todopoderoso y benefactor, casi tanto como Dios para los cristianos. Sin embargo, los resultados económicos y sociales de tales medidas estuvieron lejos de ser beneficiosas para los países. La intervención estatal en los mercados distorsionó los incentivos a producir y comerciar, y desplazó recursos de las actividades más rentables hacia las menos rentables. Las sociedades experimentaron entonces menores tasas de crecimiento.

La historia de las sociedades y, en particular, de las políticas económicas aplicadas por los gobernantes nos debe servir, pues, como enseñanza para no caer nuevamente en la tentación de concederle al Estado aquellas funciones que le competen al sector privado. No debemos olvidar que sólo respetando la libertad individual lograremos salir del subdesarrollo y alcanzar los niveles de vida que tanto envidiamos de los países desarrollados.

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