Marginación política y conflicto social: ¿Por qué es el Perú un país subdesarrollado?

(Punto de Equilibrio, Año 8, No. 62, septiembre-octubre 1999)

Desde muchos años atrás, muchos estudios han intentado descubrir las causas del subdesarrollo latinoamericano, con el fin de plantear propuestas que permitan alcanzar el ansiado progreso económico. Algunos estudios han explicado el subdesarrollo latinoamericano como consecuencia de relaciones problemáticas con el exterior (Kay, 1989); mientras que otros autores, como Thorp y Bertram (1978) y Cotler (1978), sostienen que la segmentación de la sociedad y la ausencia de una clase dirigente fueron cruciales para nuestro permanente subdesarrollo. Por su parte, Gonzales de Olarte y Samamé (1991) hablan del "péndulo peruano", es decir de la inestabilidad de las políticas económicas, como explicativa de nuestro pobre desempeño económico.

A su vez, el presente artículo intenta explicar el subdesarrollo económico peruano como consecuencia de las políticas mercantilistas y la inestabilidad jurídica, las cuales a su vez han sido consecuencias de la inexistencia de partidos políticos que canalicen efectivamente las necesidades de la población y de la concentración del poder político en manos del Presidente de turno.

Mercantilismo e inestabilidad jurídica

La historia económica del Perú y, en general, de América Latina nos ha enseñado que, al menos durante este siglo, aunque aparentemente muchos gobiernos buscaron por medio de la aplicación de sus políticas mejorar el bienestar de la población, en la práctica los resultados de tales políticas fueron negativos. En la región, el mercantilismo, que hasta hoy en día tiene muchos adeptos, se tradujo en el otorgamiento de derechos monopólicos y oligopólicos u otro tipo de favores (por ejemplo, subsidios, exoneraciones tributarias y precios especiales) a determinados grupos privilegiados, generalmente cercanos a los gobernantes de turno. Los defensores de estas políticas sostuvieron que dichas medidas beneficiarían a todo el país, sobre todo a los más necesitados; sin embargo, tales políticas no solucionaron el problema de la desigualdad del ingreso y más bien obstaculizaron el crecimiento económico.

Por otro lado, las medidas económicas nunca fueron capaces de mantenerse en un sistema tan inestable y dependiente de quién sea el Presidente de turno. De ahí que en el Perú las políticas económicas hayan cambiado casi totalmente cada 20 años, aunque por cierto siempre existieron grupos de poder privilegiados. De esta manera, los sistemas político-económicos latinoamericanos, y en particular el peruano, no han sido capaces de producir medidas estables ni reglas claras, pero sí han sido hábiles para mantener los privilegios de algunos grupos de poder. Precisamente, la inestabilidad de las reglas de juego y el mantenimiento de ciertos privilegios han sido las razones principales del subdesarrollo peruano y del de muchos países latinoamericanos. Nunca fue posible mantener un clima apropiado para inversiones de largo plazo. Y si existían inversiones de mediano alcance, éstas se llevaron a cabo casi exclusivamente en los campos en los que las tasas de rentabilidad esperadas eran considerables (el riesgo fue siempre elevado en un país tan poco estable como el nuestro). Fue por ello que las inversiones más comunes se produjeron en las actividades extractivas, caracterizadas por altos retornos en el corto plazo y, por ende, por una rápida recuperación del capital invertido. Por otro lado, los grupos privilegiados nunca se vieron en la obligación de desarrollar mecanismos eficientes de producción, porque se encontraban protegidos contra la competencia nacional y extranjera. Todos estos hechos devinieron en mercados ineficientes, con empresas acostumbradas a la protección y no a la competencia, con inversiones casi exclusivamente en las actividades extractivas, con el consiguiente progreso de algunos sectores privilegiados y la postergación de las grandes mayorías.

Marginación política: la raíz del problema

Desde siempre, el sistema político peruano se ha caracterizado por una limitada participación ciudadana. Si bien desde finales del siglo XIX han existido partidos políticos que han dicho representar a toda la población, en realidad ellos siempre fueron sumamente elitistas y caudillistas, con líderes relacionados verticalmente con sus bases. Además, en la mayoría de gobiernos, el Presidente de turno civil o militar fue capaz de concentrar todo el poder político en sus manos, de tal manera que pudo cambiar las reglas de juego como y cuando quiso.

Por ello, hasta mediados de este siglo, los gobiernos pudieron favorecer a los sectores oligarcas a través de la imposición de ciertas políticas económicas, a tal punto que el manejo político dependió siempre de los deseos de la oligarquía, compuesta principalmente por terratenientes, que buscaron materializar sus demandas mediante relaciones estrechas con el gobernante de turno. Debido a ello, las reglas de juego siempre tuvieron como objetivo favorecer a estos oligarcas. Fue así que la ausencia de representación de los sectores populares, sobre todo rurales, los convirtió en presa fácil de muchos abusos. Es conocido, por ejemplo, que los campesinos pobres estuvieron siempre al acecho de muchos hacendados quienes los despojaron de sus tierras. La ausencia de derechos de propiedad claros y garantizados para todos los miembros de la sociedad y la inexistencia de un Poder Judicial independiente fueron las causas primordiales de esa realidad. Por otro lado, el manejo clientelista de los recursos fiscales devino en que éstos fueron destinados a proyectos que favoreciesen a aquellos que eran allegados al gobierno, de tal manera que los recursos fiscales no se manejaron en función de qué proyecto de inversión ofrecía las mayores tasas de rentabilidad social.

Pero las consecuencias negativas de la marginación de los sectores populares fueron mucho más graves. Debido a la ausencia de representación durante toda la historia republicana, era comprensible que los sectores populares sintieran que las relaciones con los empresarios (con los “ricos”, los “capitalistas”, los “explotadores”) eran un juego de suma cero, de tal manera que la única manera de estar mejor era si los empresarios estaban peor. La acción colectiva de los sectores populares no tuvo como fin llegar a acuerdos de largo plazo con los gremios empresariales. En la mentalidad de las organizaciones populares, era necesario entonces demandar políticas redistributivas y populistas, vía reinvindicaciones laborales, mayor gasto público, mayores impuestos a los capitalistas, etc.

Además, según Cotler (1994), el ambiente hostil contra el Partido Aprista contribuyó a que desde 1930 hasta la década de los cincuenta se fortaleciera el carácter “leninista, militante e intolerante de esa organización, actitud que se concretó en la clásica consigna ‘sólo el APRA salvará al Perú’”. Esta característica determinó la disciplinada unidad y fortaleza del APRA, pero al mismo tiempo obstaculizó la renovación de la dirección aprista y la ampliación de las bases, así como el establecimiento de mecanismos para reglamentar los cambios y la sucesión de la jefatura partidaria. Las opiniones del máximo líder Haya de la Torre no podían pues ser discutidas ni menos contrariadas por cualquier militante.

Esta naturaleza vertical no fue propia del APRA, pues se enraizó en gran parte de la sociedad, sobre todo en los sectores populares. Las organizaciones populares que aparecieron desde finales de la década de los cuarenta también adoptaron ese estilo de participación. En los sindicatos de trabajadores y partidos políticos de izquierda, las opiniones del líder tenían que ser aceptadas por las bases sin mayor discusión. Los sindicatos sufrieron entonces una suerte de colonización por parte de los líderes de los partidos políticos, quienes no fomentaron el diálogo con las bases y, en muchos casos, se sirvieron del poder político que la dirigencia les ofrecía para lograr sus objetivos personales antes que el de sus bases.

Todos estos factores políticos explican por qué desde la década de los cincuenta, cuando mejoró la participación de los sectores populares, las políticas económicas tendieron a ser aún más inestables que antes y no tuvieron como objetivo primordial el crecimiento económico, sobre todo durante los gobiernos de Juan Velasco (1968-75), Fernando Belaunde (1963-68 y 1980-85) y Alan García (1985-90). La tradicional marginación política de los sectores populares, los deseos por mejorar en el corto plazo a costa de los “ricos”, y la ausencia de mecanismos de debate al interior de los partidos políticos promovieron la aplicación de políticas populistas que aparentaron favorecer a los más pobres, pero que en realidad agravaron los problemas económicos del país. La aplicación de estas políticas populistas no significó que se dejara de lado el tradicional mercantilismo. Al contrario, desde finales de los sesenta, el Estado aumentó la intervención en los mercados con el fin de proteger a ciertos grupos empresariales privilegiados, de la misma manera que cuando la oligarquía imponía las reglas de juego.

Los resultados económicos de las políticas populistas y mercantilistas fueron lamentables. Entre 1960 y 1990, el PBI creció en tan sólo 2.5% promedio anual, mientras que en la década de los cincuenta la tasa de crecimiento había sido 5.7% anual. Además, entre 1960 y 1990 la inflación promedio anual fue 89%, mientras que en la década de los cincuenta había sido 7.5%. Es decir, las políticas populistas devinieron en el estancamiento productivo y la aceleración de la inflación.

La década de los noventa: ¿un verdadero cambio de rumbo?

A partir de agosto de 1990, las reglas de juego parecen haber cambiado totalmente de tendencia. La política económica aplicada por el gobierno de Fujimori ha consistido en la eliminación de una serie de privilegios de los que gozaban ciertos grupos de presión, traducidos en controles de precios, elevados aranceles, exoneraciones tributarias, crédito subsidiado, etc. Desde un inicio de su gobierno, Fujimori procedió a la apertura comercial, la apertura financiera, la flexibilización del mercado de trabajo, la privatización de empresas públicas, y la aplicación de políticas macroeconómicas ortodoxas. Como consecuencia de estas políticas, el déficit público se redujo de 6.8% del PBI en 1990 a 0.9% en 1998, las reservas internacionales netas aumentaron de US$-105 millones en julio de 1990 a US$9,183 millones en diciembre de 1998, la inflación se redujo de 7,481% en 1990 a sólo 6% en 1998, la inversión privada aumentó de 12.9% del PBI en 1990 a 20.8% en 1998, y el producto bruto interno ha mostrado tasas positivas de crecimiento desde 1993.

Aparentemente, estas cifras muestran que la década de los noventa ha significado para el Perú un rompimiento con su tradicional historia de mercantilismo y concesión de privilegios. Sin embargo, esta política no se ha logrado sobre la base de una negociación amplia. Este gobierno más bien ha impuesto las reglas de juego sobre los intereses de algunos grupos de presión, tales como sindicatos de trabajadores, gremios empresariales y partidos políticos, y no ha apelado a la negociación ni al debate con los representantes de la sociedad civil. Empero, no podemos negar que como consecuencia de la concentración del poder político en las manos de Fujimori, el gobierno ha emprendido varias reformas en forma rápida, sin mayor obstáculo. El autogolpe de Estado en abril de 1992, la Constitución de 1993, la sumisión de los parlamentarios de Cambio 90 y Nueva Mayoría a los deseos de Fujimori y la restricción de la libertad de prensa así lo han permitido. Sin embargo, la misma concentración del poder también permitiría un cambio total de reglas de juego si así lo desea el Presidente de turno, por lo que habría que depender de su benevolencia y su sabiduría.

Por otro lado, por más que se hayan aplicado algunas medidas importantes que han llevado a la reducción del déficit público y de la inflación, aún hacen falta varias reformas que incentiven la inversión privada y el crecimiento económico. Es vital continuar con el proceso de privatizaciones y concesiones, con la reforma del Estado y con una mejor definición de los derechos de propiedad en sectores como el agropecuario. Sólo entonces, lograremos un mayor flujo de inversiones a proyectos de largo alcance y no sólo capitales especulativos. Pero para continuar con estas reformas estructurales, es necesario llegar a consensos mínimos con los representantes de los diferentes sectores de la sociedad, llámense gremios empresariales, sindicatos de trabajadores, organizaciones populares, comunidades campesinas, partidos políticos, etc. En caso contrario, quienes hoy son marginados del debate, desearán modificar casi totalmente las reglas de juego bajo la concepción de que la única manera de mejorar su situación es con “reinvindicaciones” a costa de quienes hoy imponen las medidas económicas. Esto es más grave si consideramos que hoy en día los partidos políticos son mucho menos representativos que en el pasado. La alianza Cambio 90-Nueva Mayoría por ejemplo es una organización política mucho más caudillista y verticalista que los partidos políticos “tradicionales”.

En consecuencia, si realmente queremos sentar las bases para el desarrollo económico del país, desterrando para siempre las políticas mercantilistas y populistas, debemos apostar por la desconcentración del poder, por la organización de la sociedad en torno a partidos políticos efectivamente representativos y por la negociación y el debate entre los diferentes sectores de la sociedad civil. Sólo así, evitaremos que el Presidente de turno aplique las medidas que mejor le parezcan y que los grupos marginados presionen por políticas mercantilistas y populistas cuando no por el cambio total de las reglas de juego.

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